Una
canción, como una sonrisa, es algo que se recibe con el alma. Cuando te
obsequien una, no pienses que te están presentando un artículo periodístico, un
análisis científico o un resultado deportivo. No, una canción es un pedacito
de esencia que alguien, aunque no la haya compuesto, siente propio. ¿Y es que
quiénes son más dueños y dueñas de las canciones que quienes las sienten? No cometas
la torpeza de recibirla como un trámite para realizar; no te dejes llevar por
el automatismo de la virtualidad; ve un poco más allá. Permítete leerla,
encontrar en ella la sensación que emana quien te la obsequia.
Ahora
bien, no llegues al punto tal de la ingenuidad de pensar que todas las
canciones que te obsequian necesitan un análisis profundo de tu parte, una
desmembramiento de sus componentes; eso, por ejemplo, también es una torpeza. Sabrás,
porque tu propio ser te lo hará saber, cuándo se necesita de tu parte para que
la magia de la música funcione. Quizá, y solo quizá, esa canción nunca volverá;
y no porque no pueda serte obsequiada nuevamente sino porque cada instante es
presente, al tiempo que se hace pasado, y nunca, ni en futuro cercano o lejano,
volverá a ser igual, jamás.
Recuerda
entonces, cuando una canción te entreguen, tómate el tiempo para sentir la
otredad que en ella viene sembrada; luego sabrás si quieres armonizar con ella el momento o no; sabrás si sencillamente no es lo que quieres que se escuche
en el trasfondo cuando rebobines la película de lo que estás sintiendo. En las
canciones que se obsequian, y quizá sea bueno pensar en ello, se van pedacitos
de esencias que danzan en el aire, buscan coincidir con esa sonrisa saltarina que es también esencia exhalada. El aire se hace armonía mientras los mensajes
vuelan y toman de la mano los sentimientos.